GENTES, COSTUMBRES, TRADICIONES, HISTORIAS, PATRIMONIOS Y PAISAJES DE LA PROVINCIA DE CASTELLÓN:
Por: JUAN E. PRADES BEL, Humanista (Proyecto: "ESPIGOLANT CULTURA": Taller de historia, memorias y patrimonios).
(Sinopsis):
RECORDAR TAMBIÉN ES VIVIR…
(Temáticas): DATOS PARA LA HISTORIA DEL MUNICIPIO DE ORPRESA//OROPESA DEL MAR (CASTELLÓN).
"EL ANOCHECER", UN RELATO LITERARIO PUBLICADO EN EL AÑO 1860, CENTRADO DESCRIPTIVAMENTE EN LA VIDA DEL AÑO 1834 EN EL ESCENARIO FÍSICO DE OROPESA DEL MAR Y SU LITORAL MARÍTIMO ".
INTRODUCCIÓN: El escenario descrito por el autor del siguiente relato literario, está centrado en tiempos de primavera del año 1834, y en el término municipal de Oropesa del Mar y en su costa litoral marítima.
EXPOSICIÓN DOCUMENTAL, AÑO 1860: "MUSEO DE LAS FAMILIAS" PERIÓDICO MENSUAL PUBLICADO Y DIRIGIDO POR MELLADO. SEGUNDA SERIE—AÑO DECIMO OCTAVO. PERIÓDICO MENSUAL PINTORESCO, página 231-234. Museo de las familias (Madrid) "El anochecer" publicado en el año 1860. Escenario del relato Oropesa del Mar.
“EL
ANOCHECER”. FRAGMENTO DE UN LIBRO INEDITO. II. Era, pues, una tarde de junio, en
ese Mediterráneo de lenta ondulación, de tranquila y cristalina superficie, que
le agita algunas veces, como si el inmenso lago quisiera recordar que su
dulzura es voluntaria; como si quisiera decir á cuantos le habitan: puedo
igualaren fuerza y magestad á todos los mares.
Un
bergantín genovés cortaba á la altura de Oropesa aquellas aguas voluptuosamente
juguetonas, favorecido por una brisa N. O., á la cual se mezclaba de tarde en
larde el soplo caliente del viento de las costas».
Cruzó
junto al bergantín una barca pescadora.
Los pocos hombres que tripulaban la embarcación genovesa, diseminados entonces sobre cubierta, llamaron gritando al patrón de la lancha, que se acercó á fuerza de remo hasta tocar con su barquilla las planchas del bergantín.
Mediaron entre los de arriba y los de abajo algunas palabras, y poco después
cayó un cofre de madera en la barca del pescador y una moneda de oro en la
palma callosa de su mano. Un joven se deslizo al mismo tiempo del
bergantín a la barquilla, y el barco genovés, tomando mar poco á
poco, continuó muy luego su rumbo hacia Cartagena, mientras la ligera barca,
izando su vela, la vela latina, caminaba rápidamente hacia tierra.
El
sol comenzaba á ocultarse tras de las montañas, cuyos picos caprichosos protegen
de los cierzos las floridas bahías de aquella costa. Perdíase, poco á poco
entre las brumas del horizonte el casco del bergantín genovés,
y continuaba la barca pescadora su marcha ligera y suave, únicamente
dirigida
por un niño de quince años, cuyos pies desnudos se apoyaban
en un cesto de mariscos. El patrón de la barquilla, sentado tranquilamente en
las tablas dé la popa, reflexionaba sin duda sobre la inesperada ganancia de
aquella tarde, mirando con disimulada curiosidad el rostro y el trage de
su pasagero.
Era
aquel nuevo huésped de la lancha un joven alto y moreno, que apenas
frisaría en veinte y cuatro años; cubría su cabeza un sombrero bajo
de fieltro, echado hacia atrás, como lo usan los marineros,
y dejando descubrir una frente severa y despejada, muy en armonía con
una mirada penetrante y modesta, que probaba en aquel hombre una prematura
reflexión.
A
veces cruzaba por los ojos del recién llegado un relámpago de entusiasmo ó de
alegría, que iluminaba toda su cara, y le imprimía un aspecto dominador;
parecía en aquellos instantes que, seguido de mil embarcaciones, caminaba á la
conquista de la dicha; luego se fruncía lentamente su entrecejo,
como si desconfiara de sus propios pensamientos, y continuaba
severo y mudo, de pie, en medio de la barca, recibiendo con ansia satisfecha aquellas
ráfagas de aire perfumado y tibio, que la tierra mezclaba de vez
en cuando á las brisas ligeras del mar.
Las
olas aumentaban sus rizos sonoros, á medida que la lancha
se acercaba á tierra; el Mediterráneo se mecía dulcemente en su lecho
gigantesco; el sol se despedía de las aguas, lanzándolas los
últimos reflejos, que besaban al bajar de las alturas la cortina de
naranjos, higueras y granados, extendida en aquel sitio hasta la arena de una
playa pacífica y desierta.
La
barquilla, dominada como un juguete por el niño pescador, acortaba su
marcha al entrar en aquel puerto misterioso, reservado por la naturaleza para
la humildad de tal embarcación; y estasiado en el dulce
silencio de la tarde miraba el incognito viagero las flores
silvestres, derramadas con pródiga riqueza por aquel jardín
oriental. Un gilguero, posado á pocos pasos sobre la copa de una
palmera,
lucia sus trinos flauteados; las olas se empujaban afanosas
en la eterna tarea de escapar á su freno de arena, y
resbalaban después suspirando, sobre sus perezosas hermanas. Nada interrumpía
la calma grandiosa de aquel paraje, cuyo perfume dilataba con inefable
sensación el rostro del recién llegado, mientras se deslizaba de
sus ojos una lágrima sola y desapercibida.
Tocó
la barca el límite de aquella alfombra azulada que se
agita continuamente entre África y Europa. Bajó al agua el
patrón, y arrastró la barquilla hasta encallarla en la arena. Pocos instantes
después estaba en tierra el viagero.
—Hasta
mañana con el cofrecillo, gritó volviéndose hacia la lancha; y arrojando á su
fondo una propina, penetró por el bosque de naranjos, como quien
pisa terreno conocido.
Caminó
algún tiempo con paso seguro, aunque ligero, oyendo sin volverse
la música imponente y majestuosa que se llama mugido del mar. Luego comenzó á
variar de fisonomía, y poco á poco perdió su serena impasibilidad.
Las
precoces
arrugas de su frente dejaron lugar á una candorosa sonrisa: su marcha se hizo
rapidísima para cesar de vez en cuando repentinamente. Entonces
cambiaba el joven de frente, y buscando entre los árboles un
hueco, dirigía su vista hacia el mar, que limitaba con su azulada estensión
aquel melancólico
paisage. Después volvia á marchar con prisa creciente; se paraba otra vez en
cada recodo de la senda que atravesaba aquellas huertas, y escuchaba arrobado
el canto de los mirlos ó el gorgeo de un ruiseñor, mezclado al
susurro de los árboles. Parecía que aquel joven sereno se había convertido
en niño.
Anduvo
de tal suerte hasta llegar á la primera colina. Allí se detuvo nuevamente; miró
con estasis melancólico la vegetación, que se ostentaba ante su vista hasta la
misma orilla del Mediterráneo; vagó por sus labios una sonrisa de dicha, al
mismo tiempo que otra lágrima, arrancada quizás por un recuerdo de la
infancia, se desprendía de sus ardientes ojos; y con aquel paso incierto y
desigual, comenzó a subir por la verde pendiente, pegando en sus rodillas con
el sombrero que llevada cogido por el ala, mientras ahuecaba su
cabello descuidado aquel viento singular y abrasador que había
notado en la barquilla.
Unas
veces se inclinaba delante de sus pies para percibir el aroma de un jacinto
silvestre, cuyo tallo se doblaba sobre la orilla de la senda;
otras, recogía con íntima satisfacción esos rumores indescriptibles y suaves
que pueblan la soledad de los campos; luego se paraba para juzgar por
lo
que había caminado lo que aún le faltaba caminar, y comenzaba, sin saberlo él
mismo, un canto pausado y cadencioso, parecido á las playeras andaluzas.
De
pronto volvió la vista á su alrededor, como si le faltara alguna cosa en
aquella esplendidez de luz, de aromas y de armonías; y su mirada,
dirigida primero á todas partes con igual inquietud, se paró tenazmente en una
de las blancas
cabañas habitadas por los campesinos de aquellas huertas. Observó muy
despacio la pobre y pintoresca casa; miró luego la de más allá; se fijó después
en otra reducida habitación, que ocupaba el centro de un cercado de cañas;
buscó
por último con la vista en todas las huertas, en todo; aquellos
cuadros que se prolongaban entre el mar y la colina, ocupando el cuarto de
legua que acababa de atravesar.
Ni
un hombre, ni un niño, ni una sombra de persona se descubría
en aquella estension, otras veces tan poblada. Pacían acá y allá
algunos caballos; se descubrían algunas vacas, cerca de la última
casa; se oía la campanilla de una cabra abandonada al pie de
la misma colina; pero ni un pastor, ni un guarda, ni un ser humano hallaba la
mirada del inquieto joven.
Continuó
subiendo con celeridad, porque el sol dejaba ya muy atrás sus
pasos, y cuando al seguir las vueltas de la senda por donde caminaba
llegó á encontrarse sobre el techo puntiagudo de una de aquellas rústicas y
blancas casas, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Eh!
María.
Y su
voz, estendida por la florida llanura, se perdió poco á
poco entre el ruido de los árboles. Y cuando afanoso y conteniendo
el vaivén de su respiración esperaba el ruido de otra voz, oyó tan
solo el rumor majestuoso de las olas, que llegaba purísimo á la
altura de la colina. Y cuando buscó con los ojos algún movimiento causado
por
su grito, percibió' solamente á lo lejos un punto negro que
marcaba sobre la superficie azulada del mar la barca que
le había conducido, trabajando á la sazón por doblar la punta
de Oropesa.
Entonces
se arrepintió del premeditado silencio que había guardado en la barca; buscó
inútilmente en su imaginación la causa de aquella soledad, y poseído de una
inquietud creciente, caminó largo rato con mucha rapidez.
Piso por fin la meseta de la colina. Recobró la animación como si en aquel punto ya
todo le inspirase confianza, y acortó su marcha un instante para deleitarse en
el panorama que descubría al suave crepúsculo de la tarde: para saborear poco á
poco aquella perspectiva consoladora.
Era
en verdad, estraño y ameno el ancho valle que comenzaba en aquel lado de la
colina. Sobre una ilimitada capa de verdura, destacaban sus blancas paredes
numerosas casas, esparcidas sin orden, unidas unas veces, y separadas otras por
mil árboles de géneros y aspectos distintos. Ostentaban algunas la altura de
sus dos pisos, saliendo atrevidas del fondo de una pradera jaspeada de dalias y
claveles; otras más modestas, solo levantaban del piso un mirador rodeado de
jazmines, que dominando la colina, se convertía en un balcón sobre el
Mediterráneo; las había, en fin, aun más humildes, cuyas bajas ventanas,
cubiertas de enredaderas y pasionarias, se abrían únicamente sobre el campo que
las cercaba, como si su techumbre, escondida entre los árboles, debiera
recordar que solo en aquel terreno querían vivir sus ignorados dueños.
Al
otro lado de la cuenca, ocupaba la falta de una montaña un pueblo colocado
sobre el risueño valle, como un señor natural, y bañado por el mismo arroyo,
cuyos cristales alimentaban la varia vegetación del paisage. Pero aquel pueblo
que se presentaba reclinado con orgullo sobre la falda del pequeño monte, como
descansa un conquistador sobre sus coronas, fe veía humillado á su vez por una
torre blanquísima, que levantaba su aguja y su cruz hasta la altura del humilde
cerro.
El
joven caminante, á pesar de su inquietud, á pesar de la escasa luz que ya podía
disfrutar, sintió al descubrir aquel nuevo horizonte una indescriptible
conmoción que se reflejó un instante en su cara.
Pero
apenas había detenido la vista en los accidentes del pintoresco valle, apenas
había fijado sus miradas en una casa del inmediato pueblo, cuando aumentó
repentinamente su ansiedad, y comenzó de nuevo su marcha entrecortada, aunque
rápida.
Y
era que en aquel campo faltaba también hasta la sombra de un ser humano; y que
allí no se percibían siquiera aquellos escasos restos de ganados que el joven
había mirado en la playa; y era que en aquella hora del anochecer, que tantos
ruidos, que tanta animación, que tanta y tan grata vida presenta en los valles,
no se descubría entonces una sola familia que se retirara, ni un pastor que recogiera
cantando su ganado, ni un campesino que volviera tranquilo al hogar.
El
valle estaba solo; pesaba sobre su aspecto la falta del hombre, del impulso
constante de la tierra, del segundo removedor de la naturaleza terrestre. Las
mismas aves habían huido y yacían exánimes en sus nidos.
La
luz de la tarde no había desaparecido por completo; pero
un manto canicular, una nube cargada y opaca cubría la atmósfera entera, y sin
oscurecerla totalmente la daba un aspecto lúgubre, abrumador, siniestro.
El
joven, convertido en niño, se sintió profundamente angustiado; anublóse su
rostro espresivo y comenzó á correr por aquella pendiente mirando á todas
partes como si alguno le persiguiera; respirando con trabajo, serenándose medías para buscar el rastro ó la imagen de un
ser amigo y continuando luego su incierta marcha.
Así
atravesó todo el valle, llamando en cuantas casas hallaba, mirando por todas
las ventanas, indagando sin fruto y con ansia indecible.
Cuando
solo le faltaban cien pasos para entrar en el pueblo de la blanca torre, se
detuvo un momento ilusionado con una ligera esperanza.
—Ya
comprendo, dijo en voz alta, hablando consigo mismo; fiesta en Oropesa, ó la de
Alcalá.
—¿Pero
habían de marcharse todos, todos?...
Y
antes de que pudiera contestar á aquella sensata objeción de su instinto, llegó
á sus oídos el tañido de las campanas que en lo alto de la blanca torre
doblaban fúnebremente.
Se
heló sobre el rostro del mancebo el sudor que cabría su frente, contrajéronse
sus varoniles facciones, y con paso más lento caminó al pueblo procurando
dominar el pavor que asomaba tenaza su fisonomía.
Entró
por fin en la primera calle cuando caían sobre las paredes las últimas y
melancólicas tintas del crepúsculo.
No
reparó en la soledad de aquel sitio; no vacilaron sus pasos detenidos como en
la colina por gratos recuerdos, no volvió la mirada hacia el mar que desde allí
se descubría en lontananza como movible sábana de niebla.
Pasó
delante de una puerta cerrada, luego de otra, y de otra, y de otra. Clavó la
vista en el cielo como para pedirle que no despedazara su alma con la
esplicación de aquel misterio. Y solo una atmósfera pesada, oscura, tristísima;
esa atmósfera que cubre la tierra siempre que la Providencia descarga sobre
ella una de sus desgracias, cuyo sello está desde que llegan en toda Ja
creación. Y solo percibió entre aquella capa de aire opaco y caliente el sonido
acompasado y lento de las dos campanas que á largos intervalos formaban
combinadas el quejido metálico del toque mortuorio.
Pero
era hombre al fin; era joven, y por muchos augurios fatales, por muchos
presentimientos de desdicha que sintiera y tocara en torno suyo, no podía
detenerse ni retroceder.
Había
en su alma, por otra parte, un impulso superior á la fuerza del miedo y á la de
todos los impulsos humanos: amaba.
Se
acercó, pues, pálido á la quinta casa de aquella solitaria calle; levantó
presuroso el pestillo de una puerta más aristocrática que sus vecinas, y
dejándola del todo abierta penetró sin vacilar en el zaguán.
—Dolores,
gritó con voz angustiosa, Dolores... Lola.
Pero
nadie contestó á su grito.
Entró
en una sala baja cuya puerta halló franca ante sus pasos; subió luego al piso
superior, atravesó gabinete y alcobas, salió por un pasillo á la azotea
cubierta de tiestos que daba sobre una huerta á la parte posterior de la casa. Todo
lo halló perfectamente colocado, con ese orden limpio y humilde que rebosan las
buenas habitaciones campestres; todo estaba en su puesto como si la vida se hubiera
retirado un momento antes de aquella casa.
Pero
todo estaba solo, abandonado, desierto.
Erizóse,
poco á poco el cabello del mancebo, desencajóse su rostro por completo, y
dominando apenas el pánico terror que le poseía, acercóse meramente al pico de
la escalera y grito con voz acongojada:
—¡Jorge!...
¡María! ¡Lola, Lola!.
Pero
solo el eco respondió en el cielo de la sala baja como pudiera en el fondo de
una caverna... Lola...
Helóse
la sangre en las venas del recién llegado y dio un paso para bajar el primer
escalón.
Al
mismo tiempo, una de aquellas brisas del Mediterráneo que dominaban a veces el
viento de Occidente, cerró con violencia la puerta de la calle.
El
joven tembló al escuchar aquel golpe que le encerraba en la desierta casa, y
dejando caer su sombrero, bajó las escaleras corriendo como si le persiguiera
la sombra de la muerte.
Atravesó
el zaguán con paso rápido y su rostro descompuesto, abrió la puerta
temblorosamente y dio el primer paso en la calle solitaria.
El
médico del pueblo atravesaba entonces aquella calle. —¿Qué hay?... ¿dónde? le
preguntó el joven, asiéndole por un brazo y sin poder coordinar sus palabras…
— ¡Mal, mal, el cólera crece! , contestó desprendiéndose el médico. Y continuó su camino, mientras el joven desfallecido, caía sobre el banco de piedra colocado delante de la casa. Y Seguían las campanas su lúgubre toque. Era ya totalmente de noche.
MUSEO DE LAS FAMILIAS. SEGUNDA SERIE. — 1860. AÑO XVIII. 30.
ADDENDA:
ADICIONES Y COMPLEMENTOS SOBRE LAS TEMÁTICAS Y MOTIVOS REFERIDOS EN EL
ARTÍCULO. (POR JUAN EMILIO PRADES):
Referencias citadas: bergantín genovés; brote de cólera de 1834; puerto misterioso, reservado por la naturaleza para la humildad de tal embarcación;...
Vegetación citada: palmera; jacinto silvestre; bosque de naranjos; la cortina de naranjos, higueras y granados, extendida en aquel sitio hasta la arena de una playa pacífica y desierta; pradera jaspeada de dalias y claveles; otras más modestas, solo levantaban del piso un mirador rodeado de jazmines,...
- El Jacinto silvestre (Hyacinthoides non-scripta) es una planta herbácea (altura máxima de unos 40 centímetros) perenne y bulbosa de flores azules o blancas campaniformes, que florecen entre marzo, abril y mayo.
MUSEO DE LAS FAMILIAS, PERIODICO MENSUAL. El Castellano (Madrid). 12/1/1846. MUSEO DE LAS FAMILIAS, PERIODICO MENSUAL. Cada número consta de 48 columnas de impresión en 4.º marquilla, tan compacta que equivale en lectura á un lomo regular. Se reparte el 25 de cada mes desde enero de 1843, con su bonita cubierta de color, en la que se insertan anécdotas y anuncios. Los doce números del alto forman un tomo, para el cual se dan índices, portadas y cubiertas. Los artículos del Museo escritos la mayor parle por nuestros literatos más célebres ó traducidos de las revistas extranjeras más acreditadas, versa en todos sobre las siguientes materias: historia, poesía, novelas, viajes, costumbres, causas célebres, historia natural, biografía, industria, bellas artes &c. La mayor parte de los artículos van adornados con primorosos grabados, y la impresión y papel es de lo más esmerado y exquisito. Se suscribe al Museo á razón de 3 reales al mes en Madrid y 30 por un año, en el gabinete literario calle del Príncipe, y 12 reales, por trimestre en las provincias y 40 por un año, en casa de todos los corresponsales del Sr. Mellado, director y editor de este periódico. Todos los que se suscriban y paguen de una vez el año 1846 antes del 31 de enero de dicho año, recibirán gratis la Galería de la literatura española.
BIBLIOGRAFIA,
WEBGRAFÍA Y FUENTES DOCUMENTALES:
ARCHIVO FOTO-IMAGEN: OROPESA DEL MAR EL ESCENARIO REAL DE "EL ANOCHECER", 100 AÑOS DESPUÉS.
Oropesa del Mar, año 1811 |
Oropesa del Mar, año 1811 |